Capítulo 3 (segunda parte)

El impacto no fue demasiado arrollador, porque ya tenía una idea de cómo sería. Al llegar, a penas pude distinguir edificios con las paredes chamuscadas y las ventanas rotas, pero no era difícil imaginar cómo se vería el conjunto. Era como estar delante de uno de esos cuadros apocalípticos que tan populares se habían hecho en las últimas décadas. Los edificios parecían estar roídos; las carreteras, lejanas desde la azotea, se veían cubiertos por una fina capa de algo azulado: cristales. Predominaba el blanco y el negro. Por un instante creí distinguir un poco de verde en medio de un parque totalmente quemado, pero solamente se trataba de un pedazo de algún cartel publicitario.

Desde hacía mucho tiempo deseaba visitar la esplendorosa y bulliciosa ciudad de Nueva York, pero ahora que la tenía delante ya no era ni una cosa ni la otra; solo un despojo de la civilización que ahí había existido. Silenciosa, fría, muerta… Una lágrima resbaló por mi mejilla y yo la atrapé en secreto sin que Adam se percatara. Me apoyé sobre un trozo de barandilla marmórea y miré hacia abajo, estábamos en un sexto o séptimo piso. Sólo un pequeño impulso con los pies y todo habría acabado. ¿Pero por qué no podía hacerlo? Porque no había sido criada de esa forma, porque nunca en la vida se me había pasado por la cabeza la opción de terminar con mi vida. Siempre lo había tenido todo. Mi vida estaba llena de sueños, de grandes planes que estaba segura de poder realizar. Pero todo eso se había quedado reducido a ceniza, polvo y mucho gas. Tal vez por es me costaba tanto cometer un acto de locura como aquel, porque no estaba acostumbrada a perder la esperanza.

Recordé como una vez le había preguntado a mi padre por qué la gente se suicidaba. Él me miró con seriedad y dijo unas palabras algo complicadas para una niña de ocho años: Porque no tienen nada por lo que vivir, cariño.

Pero siempre hay algo por lo que vivir, mi padre no había acertado con su respuesta. Cuando yo misma pude formarme una opinión sobre esa clase de accidentes, deduje que todo el asunto se reducía a dos cosas, valor y esperanza. Solo los cobardes y los desesperanzados recurrían a la opción del suicidio. Y yo no me identificaba con ninguno de los dos.

El mundo podía haberse acabado, pero yo seguía ahí y no iba a dejar de luchar por mi vida. Lo tenía más claro que nunca. Además estaba Adam, que no parecía muy dispuesto a luchar; pero no importaba, yo lucharía por los dos. Me di cuenta de que, a pesar de que las circunstancias no eran las mejores, yo por fin tenía la posibilidad de hacer algo grande.

Me di la vuelta y me abrigué un poco más, apretando los dos lados de la chaqueta contra mi cuerpo. Miré a mi compañero, él hizo lo mismo y por un instante nos quedamos en silencio comprendiendo que cada uno estaba tomando sus propias decisiones. No sé cuáles fueron las suyas, pero las mías estaba claras.

—Creo que estoy lista para algunas explicaciones— le dije con determinación.

jueves, 24 de marzo de 2011 en 12:49 , 1 Comment

Capítulo 3 (primera parte)

A lo que él se había referido con hospital, en realidad eran tres paredes mugrientas y quemadas con un techo que no tardaría en caérseme encima. Yo seguía sus pasos para no quedarme definitivamente sin pierna, todo parecía tan inestable que no sabría decir que era más seguro quedarse ahí o fuera en la calle. Llegamos a un gabinete que estaba considerablemente más limpio que el resto del edificio. Adam debió haberlo limpiado. En el suelo vi el colchón de una camilla auxiliar, estaba cubierto por una sábana y al lado tenía un par de velas utilizadas. Él se apresuro a pedirme que me sentara y sacó un botiquín de debajo de un armario sin puertas.
—Tengo que guardarlo todo lo más abajo posible, por la noche son muy frecuentes los terremotos y no me gustaría que nada me aterrizara en la cabeza mientras duermo— me explicó mientras me pasaba un bote de agua oxigenada, yodo y vendas limpias.
Me limpié la herida, luego le apliqué el yodo mientras intentaba no desmayarme del dolor y finalmente cubrí las feas erupciones de mi piel con las vendas elásticas. Aunque el proceso me había costado un par de lágrimas escondidas, agradecí el alivio que me proporcionaba tener mi pierna a salvo. Me recosté sobre la camilla suponiendo que Adam no tendría ninguna objeción y cerré los ojos durante un par de segundos.
—Si de aquí un par de horas el dolor sigue siendo muy fuerte, buscaremos antibióticos en el laboratorio— me dijo sentándose a escasos metros de mí. Cogió una vela y la encendió con un mechero de gas. Hacía años que no veía un mechero de gas. No me había dado cuenta, pero ya era de noche y aunque no me había convertido en un bloque de hielo al instante, sentí cómo mi túnica rota ya no me protegía de la gélida corriente que vagaba por la habitación. Me abracé las rodillas y miré fijamente a los ojos azules de Adam.
— ¿No hay electricidad?
—En realidad el problema es que hay demasiada. Toda la atmósfera está sobrecargada de electricidad y eso quema todos los sistemas electrónicos que llegan a encenderse. Hace dos días intenté cargar la batería de mi coche con la energía de los trasformadores de la planta eléctrica y por poco no acabé frito.
— ¿Entonces qué haces para que funcione ese trasto?
Me dije que estaba siendo muy madura, si hacía un par de semanas me hubieran dicho de quedarme sin mi computer o sin la pantalla táctil me habría tirado por un balcón. Ahora me daba igual, no lo necesitaba, mis prioridades había cambiado de la noche a la mañana junto con el resto de mi vida.
—Placas solares. Se las puse al motor cuando me di cuenta de que ahora los rayos uva son tres veces más potentes que antes de la catástrofe.
—Todas tus explicaciones me suenan a que todo se ha vuelto mucho más potente y peligroso— fruncí los labios, ¿por qué él estaba tan tranquilo cuando yo estaba a punto de estallar en mil pedazos.
Él sonrió de forma lánguida, y supe que esa expresión encerraba una verdad muy triste. Estábamos acabados, como todo lo demás.
— ¿No sobreviviremos, verdad?— pregunté, pero ya sabía la respuesta.
— ¿Realmente querrías vivir en un mundo como este?— no, por supuesto que no. Si fuera un poco más valiente me habría suicidado en aquel mismo instante. Pero algo en mi interior me susurraba con voz tibia que luchara por mi vida, que no me rindiera tan fácilmente. Enterré mi cabeza entre las rodillas y me contuve de llorar, ahora que él había aparecido volvía esa necesidad de ser consolada.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo y él debió haberlo notado, porque rebuscó en el armario y me lanzó una manta nórdica. Me cubrí con ella y me abstuve de preguntarle de dónde se había sacado esa antigualla. Recuerdo que la última vez que vi un nórdico fue a los seis años, justo cuando mi madre lo tiraba al cubo de materiales compartidos para la gente sin hogar. Desde que las casas empezaron a tener calefacción integrada y controlada por los cambios térmicos del exterior, ya nadie utilizaba mantas en sus casas.
Me senté sobre el colchó de forma perpendicular, apoyándome en la pared. Le dije que viniera a mi lado y compartimos un trozo de manta. Sería incomodo dormir de aquella forma, pero era mejor que verlo morir congelado mientras yo usurpaba todas sus pertenencias. Me dijo que por la mañana buscaríamos otro colchón y si había suerte también encontraríamos un par de mantas más. Comprendí que él no contaba con encontrar a otro superviviente porque lo tenía todo perfectamente organizado para una sola persona. Yo había sido un imprevisto en sus planes, pero no me sentía como alguien que estorbara, de hecho creí intuir que le agradaba mi presencia, al igual que a mí la suya.
Me prometió que al día siguiente buscaría otro colchón y lo traería a la habitación para no tener que encontrarnos de nuevo en una situación tan incomoda. Con un poco de suerte también conseguiríamos un par de mantas más. La comida sería un poco más difícil de conseguir. Él había sobrevivido a base de botes de vitaminas, algunos vegetales y agua con sabor a óxido.
No hubo ninguna conversación entre los dos, estaba tan cansada que me costaba respirar. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño, deseando que al despertar todo hubiera sido una pesadilla. Pero cuando abrí los ojos de nuevo, escasas horas después de haberlos cerrado, pude comprobar que todo el caos era real y que además se le habían sumado unos fuertes estruendos. Noté como el suelo temblaba bajo nosotros, pero a Adam no parecía afectarle el terremoto. Su cabeza se había deslizado hasta posarse sobre mi hombro y no lograba notar su respiración. Por un segundo pensé que estaba muerto pero entonces abrió los ojos y aturdido se separó de mí.  Enseguida pude deducir que su confusión venía dada por nuestro escaso contacto y no por qué la tierra estuviera haciendo de las suyas. Al cabo de unos segundos se recompuso, pareció darse cuenta de algo y luego me sonrió con comprensión.
—Te ha despertado el terremoto, ¿verdad?— asentí— No tardarás en acostumbrarte, te lo prometo— dijo con total seguridad, aunque yo no tenía tanta fe en sus palabras—. Además, ya es por la mañana así que no te has despertado en vano— me informó señalando una rendija por dónde entraba de nuevo la luz del sol.
Me pareció extraño lo rápida que se había hecho de día, parecía que hubiera dormido a penas dos horas y le pregunté si había algo que yo tuviera que saber con respecto al tiempo. Y no estaba equivocada, me explico que la noche se había reducido considerablemente y que los días duraban al menos cuatro horas más de lo normal. Después se levantó de un salto y salió del cuarto en busca de nuestro desayuno, dejándome sola reflexionando sobre todo el asunto.
Todavía notaba el leve temblor sacudir mi cuerpo, me estiré sobre el colchón y me cubrí con la manta la cabeza. Respiré lenta y pausadamente, solté un pequeño quejido, luego ronronee y pataleé por pura desazón. Recordé el cálido abrazo de buenos días de mi hermana, el zumo de frutas rojas que mi madre me preparaba para el desayuno, el olor de las mañanas que habían tortitas y café. Un nudo se formó en la boca de mi estómago y de repente tenía ganas de gritar hasta desgarrarme la garganta. Pero en ese momento Adam levantó la manta y me miró con el ceño fruncido.
— ¿Estás bien? Te he visto ahí retorciéndote… ¿Le pasa algo a tu pierna?— yo sacudí la cabeza y apreté la mandíbula con fuerza para no llorar. De nuevo me invadía ese deseo por sentirme arropada. Él se abstuvo de preguntarme nada más, aunque sabía que yo no estaba bien. Tampoco lo estaba él y me sabía muy mal no poder hablar más profundamente de lo que nos estaba pasando, de todos los sentimientos que estábamos experimentando.
Colocó una caja de coles crudas delante de nosotros y me pasó un botecito blanco con Vitamina A escrito en una etiqueta gris. Yo dudé el tener que comer pastillas como sustituto de otros alimentos, pero entonces vi como él se tragaba cinco de golpe con mucha confianza y sin siquiera una mueca de desagrado. Me tomé tres, para ser precavida, y luego cogí un trozo de col y me lo metí en la boca a desgana porque no tenía muy buena pinta. Sabía a plástico y costaba mucho de tragar, pero no me quejé por miedo a parecer una remilgada.
Después del desayuno le pedí que me dejara salir afuera, pero él me propuso una alternativa mejor. Sacó del armario una chaqueta gruesa de color verde con una insignia amarilla con forma de triangulo en el brazo derecho, la típica que gastaban los militares de los sectores quince y dieciséis. Me quedé un poco sorprendida, porque o esa chaqueta debía haberse extraviado o nos encontrábamos en el continente africano; es decir, muy, muy lejos de mi casa. Cada vez me sentía más desubicada.
—Ponte eso, ahí fuera todavía hace un poco de frío— me indicó. Pero yo estaba absorta analizando la chaqueta
— ¿Estamos en África? — Pregunté, todavía sin hacerle caso— el frunció el ceño y luego sonrió divertido.
— ¿Qué te hace pensar eso?
—Esta insignia…— la señalé— La usan los militares de los sectores quince y dieciséis, ambos bandos de África del norte— él volvió a sonreír al verme tan segura de mi afirmación.
—Me parece que te equivocas, los bandos de África del norte usan la insignia blanca, la amarilla es de los cinco sectores americanos— sin que yo me diera cuenta, él me puso la chaqueta y me arrastro con suavidad hacia fuera mientras seguía hablándome—. Estamos en América, en la costa este— aquello todavía me parecía más imposible, ¿cómo había podido cruzar el océano?
Empecé a sentirme mareada y quise vomitar, pero no me venía la arcada, probablemente porque no había suficiente comida en mi estómago. En mi cabeza había un enorme nudo de mil hilos de colores que me sentía incapaz de desenredar. Mi vista estaba perdida, aunque pude distinguir que ante mí se abría una puerta y la luz anaranjada del sol me cegaba.
—Concretamente, esto es Nueva York— dijo con voz débil y melancólica. Yo, con plena inconsciencia de mi misma, dejé que mi boca hablara por ella sola y susurré con tono enloquecido:
—Siempre quise ver los rascacielos de Nueva York.
—Bueno… pues espero que te gusten— había una mezcla de ironía, desprecio y tristeza en aquella frase. Él se adelantó y yo lo seguí como una marioneta, subí los dos escalones que precedían la puerta y me adentré en la fría mañana.



[AVISO: el final del segundo capítulo está editado, los tres últimos párrafos. Los he reescrito para que las descripciones cuadraran con lo que tengo pensado para la historia]

sábado, 5 de marzo de 2011 en 7:47 , 2 Comments